violeta

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esperanza

lunes, 21 de septiembre de 2009

Sentados en la cuneta esperando el milagro. Dicen que Charly se ha recuperado, que prepara conciertos que lo devolverán al Olimpo, que sus dedos están rápidos y que la máquina de hacer pájaros ha vuelto a funcionar. Pero con Charly, tanta redención y tributo -de esos mismos que lo llevaron a las camisas de fuerza- hacen dudar.

Por eso fuimos a su encuentro. “NO HAY POSIBILIDAD DE ENTREVISTA”, dicen sus productores y su entorno cercano es un colador. Explican que no lo quieren exponer por la depresión, por la insoportable profundidad del ser, por las drogas, porque la recuperación ha sido lenta, porque Charly es víctima de un mal extraño.

Hace frío en Buenos Aires. En el barrio Colegiales, en calle Federico Lacroze, justo antes de llegar a Álvarez Thomas, un teatro histórico ve pasar un desfile de orientales que no imaginan que una de las leyendas del rock en español está a punto de pisar la misma vereda. El sol no alcanza a calentar los adoquines y un guardia con cara de pocos amigos huele nuestras ganas de colarnos. Entrar al viejo Teatro Roxy donde se cocina el regreso del músico, es un acertijo. Pero las pistas llegan por el lado de los chilenos que hoy forman parte de su banda. Kiuge Hayashida en guitarra, Toño Silva Peña en batería y Carlos González en bajo, trataron de interceder para el encuentro. Pero el gorila de la entrada y su mandíbula de acero pueden arruinarlo todo.

DEL DEPARTAMENTO AL ROXY

El jueves pasado era la única oportunidad de verle el bigote a Charly. A las tres de la tarde hubo que hacer guardia en el departamento de Palermo que los chilenos ocupan hace tres semanas. “No te podemos prometer nada, no podemos pasar a llevar a nadie…”, dice Kiuge, mientras Carlos González termina una ducha. Toño ya había salido. A las quince siete entramos al departamento que estaba algo desordenado, la derrota de Chile el día anterior contra Brasil no impidió unas largas conversaciones de amigos que terminaron de madrugada.

Hay que correr. El telón está por subir. Los chilenos dicen que Charly no es el de antes, que llega puntual, que no hay que atrasarse. En la calle los taxistas desconfían de las vestimentas e instrumentos al hombro y no se detienen. El tiempo juega en contra. Un par de años atrás los ensayos eran más dispersos, con un García omnipotente, que podía cambiar de idea en cualquier momento y el que no le hacía caso podía ganarse algo más que un desprecio. Cuentan que por eso le gustaron los chilenos, porque como los gatos nunca caen de espaldas en los desafíos musicales. Llegó la hora y si García está adentro habrá problemas. Kiuge demora en un locutorio. Compra un muñeco de cerámica del tamaño de un encendedor con la figura de Charly. Quiere hacerle un regalo, pero no está seguro, no sabe si García lo tomará de buena forma. No le teme, lo respeta y lo quiere. Pero no quiere molestarlo con una broma que quizás le cae mal.

15:50. En la puerta del Roxy, la incertidumbre. Los músicos entran, los guardias nos detienen. Una van se acerca y para en seco frente al teatro, justo al lado de un carretón lleno de basura. Se baja Carlos Alberto García Lange, Charly. Camina algo desparramado. Saluda a un muchacho que lo espera en la vereda, después sabremos que es un sonidista que quiere (luego de algunas peleas) volver a trabajar con él. Hoy todos quieren estar con Charly.

El músico besa amablemente a un portero, nos mira a los ojos y esquiva una foto que lo deja fuera de encuadre. No quiere prensa, lo sabemos, estamos advertidos y el clic perdido de la entrada puede arruinar todo.

Luego de media hora, el guitarrista sale con buenas nuevas. Hay una posibilidad de entrar, pero no se puede decir ni pío. Charly, que viste cinturón de cuero café, unos pitillos celestes, zapatillas Adidas de cuero blancas con tres tiras plateadas, y una chaqueta corta, dice que vio a alguien sacarle una foto afuera, e insiste en que, ojo, no quiere prensa. Mira de reojo desde la tarima. Un guardia nos quita la cámara, dice que es sólo rutina.

El acento no le da seguridad de que seamos parte de los técnicos que montaron el escenario y el sonido desde las siete de la mañana del mismo día. Y claro, siempre hay tipos que por estar rodeados de una estrella, creen que tienen algo de poder. Sentados en la oscuridad, nadie debería notar una presencia ajena, menos una mirada periodística. Un leve forcejeo casi amable por recuperar la cámara, pero es mejor obedecer. Siempre habrá celulares.

FANKY

27 minutos estuvo Charly García sin mover una pestaña. Sentado al piano, el ruido del lugar lo provocan los abrazos entre los músicos y las bromas a la vestimenta de la corista Hilda Lizarazu. Charly no se mueve. Fuma. Vuelve a fumar. De pronto dice: “Bueno, vamos”.

Un arreglo para “El amor espera” da la partida a un repertorio que los argentinos verán en dos fechas en el estadio de Vélez que están casi agotadas. Repiten varias veces. El tipo que se recuperó en la casa de Luján de Palito Ortega luego de estar rehabilitándose en las clínicas de Dharma y Avril no habla, tiene la mirada ausente, no toca, duda. Sus ojos se pierden en una taza blanca con rayas cafés.

Extrañamente tampoco dirige, papel que cumple en principio Fabián “El Zorro” Quintiero. Pero no le vale acostumbrarse, Charly va calentando, el animal pronto reconocerá su territorio. Un muchacho escribe en una moleskine. Enciende un porro de marihuana. Una mirada algo inquisidora lo detiene. No se debe tentar a Charly. Además, la jornada que cuenta con 23 personas, 2 groopies, 7 músicos (incluido Charly), 1 manager, 1 luces y escena, 7 técnicos, 3 guardias y dos infiltrados, también tiene un corte familiar. Dos niños corren por el teatro vistiendo poleras de “Say no more” con su nombre en la espalda y le gritan. El autor de “Parte de la religión” les sonríe. A lo Charly, pero les sonríe.

No es casualidad que comience con esa canción que reza versos como /Somos como peces que están fuera del mar/fuimos tantas veces hacia el mismo lugar/Todo el mundo quiere/ todo el mundo quiere olvidar.

Y tras el exorcismo del hombre que luego del quiebre vuelve a amar, llega “El rap del exilio” que corea en una filosofía discotequera: “/Yo tenía tres libros, y una foto del Che/ ahora tengo mil años y muy poco que hacer. /Vamo’ a baila/“. Es funk en su máxima expresión y la banda parece que va a explotar.

ZAPATOS DE GOMA

“No soy un extraño” y García cruza sus piernas sobre una silla con una pose inconfundible. Un par de lágrimas saca con una versión de “No te animas a despegar” de Piano Bar (1984) y a Chipi Chipi le cambia el género con eso de “la hija del dolor“ por “el hijo del dolor“. Llegara “Fanky”, la entrañable “Adela en el carrusel“, “Buscando un símbolo de paz”, “Hablando a tu corazón”. Sus ojos dejaron de fijarse en la taza, ahora se mueve como un robot, juega a que va a botar el piano, patea una lata, ríe y extrañamente, en un acto poco acostumbrado, plantea las ideas a sus músicos, pide opiniones y debate. Luego cambia secuencias, “para que se escuche esa armonía“. “Por qué no lo haces en stacato“, dice. Está lúcido en su jungla.

En “Demoliendo hoteles” “Zorrito” baila, mueve el trasero y simula una práctica de boxeo como para llamar la atención. Es como ese Fito de los ’80 al que le gustaba saltar al lado de García para destacar algo más que la banda, que también tenía a GIT y Fabi Cantilo entre sus filas. Algo de sincretismo con los anteriores hay en esta nueva formación que completa también en guitarra “El Negro” García López. Pero “Zorrito”, por más que se mueva, ya perdió el control hace un rato. El jefe es el señor García.

Cuando lleva dos horas 40 de ensayo y los acordes de “Rezo por vos” retumbaban en el Roxy, el músico detiene todo para decirle a su guitarrista: “¡Negro, yo también quiero”. Entonces Charly echa humo. Fuma marihuana. Nadie le dice nada. Ojo, tampoco se desbanda, sólo fuma marihuana. Luego corta “Inconsciente colectivo”, no la quiere cantar. Omite “Los dinosaurios”, nada de Sui Generis, pero sí llega “Me siento mucho mejor”, “Influencia”, “Vicio”.

Cuando suenan los acordes de “Yendo de la cama a living” achina los ojos. Divisa algo que lo hace detener a la banda. Baja corriendo a ver a una chica que reconoció entre los focos mientras muy equipados, unos técnicos mueven las manos simulando los set de luces que preparan. Charly está feliz con la visita, la abraza y se ve contento. Los músicos juegan un rato tocando la melodía de la Pantera Rosa. Charly sube, enciende lo que le queda del pito y anuncia que repetirán por última vez “Deberías saber por qué”.

Luego baila, mueve los brazos, apunta al cielo. Con tres horas y veintitrés minutos el cuento termina. Es cierto, está un poco más lento, tiene una panza abultada, aunque sus piernas están igual de largas y delgadas que siempre. Pero García está entusiasta, aplaude a los suyos y vuelve a sonreír. Charly no es un extraño o quizás es tan extraño como siempre. La hija de la lágrima ha vuelto, no teme al escenario y en Chile habrá que prepararse. LCD

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